La potencia formativa de lo simbólico

Marina Seghetti, julio 2023





El presidente Arturo Frondizi, en su discurso de fin de año de 1959, nos exhortaba a afirmar en la vida individual y en la colectiva aquello que lleva a unirse por sobre los inútiles enfrentamientos desesperanzados: «toda nuestra vida descansa sobre ese hecho. Este es el fundamento de la tolerancia indispensable para la vida en común; la tolerancia no es indiferencia, sino comprensión del valor de lo que nos une y disposición a colocarlo por sobre cualquier motivo de discordia».

Releo las palabras de mi abuelo y no puedo más que conmoverme. 

Hace ya cerca de ocho años que vivo en Italia; desde aquí, de uno u otro modo, sigo las vicisitudes de la Argentina, uno de mis dos países. Así fue como hace unos días me encontré leyendo el artículo de Beatriz Sarlo “No solo rock o chamamé”. Hubo una frase que hizo eco. En relación con el nivel discursivo de los líderes políticos argentinos, Sarlo dice que «ignoran la potencia formativa de lo simbólico». Texto crítico, duro, para quien se detenga a habitar su letra. Inevitablemente remito desde aquí otra vez a Frondizi cuando en su primer discurso como presidente propone que esa “realidad dramática e imperiosa” obre como “estímulo y desafío a la inteligencia creadora, a la capacidad y a la voluntad de realización de todos los argentinos”.

Por eso, en honor al coraje de mi abuelo, me dispongo a entrar en escena y sumar a las de Beatriz Sarlo algunas reflexiones propias; su texto funciona como una especie de provocación, e invita a trascender nuestras consideraciones usuales, lugares comunes a los que recurrimos por default. Y en ese espíritu propongo referirme en este diálogo a Martin Heidegger y algunas de sus ideas acerca del fenómeno del espacio. 

El gran filósofo decía que el espacio no es algo “ya dado de antemano”, como un recipiente vacío preexistente que puede luego llenarse, sino que se despliega desde un obrar, obrar de las cosas inmersas en una compleja red de significantes en cuyo centro articulador estamos nosotros. Este obrar tiene la forma de un emplazar, término que hace énfasis en el elemento proyectual de la acción. Y lo que “emplaza” por excelencia es el hacer humano, a partir del cual “se abre” entonces el espacio. Por tanto, es a partir del hacer humano que “se abre” el espacio. Uno puede (y tal vez deba) preguntarse entonces de qué manera abrir un espacio. En particular, un espacio para la reflexión, un espacio conceptual. Aceptar la idea heideggeriana de que somos nosotros el centro de articulación de los espacios fortalece nuestra responsabilidad. Nos permite ver que las características de ese espacio de conversación e indagación no nos exceden, sino que dependen directamente de nosotros.

Esto es algo trascendental. ¿Qué clase de espacios nos gustaría abrir? O, también, ¿en qué clase de espacios estaríamos dispuestos a participar? Estas son preguntas que me hago al observar algunas de las discusiones públicas que se abren en la Argentina, y que me hice con mayor énfasis al presenciar una que me involucra en forma directa porque gira en torno de la figura de Arturo Frondizi. Hace algún tiempo se tomó la decisión de trasladar sus restos desde el cementerio de Olivos, donde descansan desde 1995, a la Basílica Inmaculada Concepción, en Concepción del Uruguay. Esto dio origen a una disputa familiar pública en la que hubo argumentos que apelaron tanto a hechos históricos y de público conocimiento como a hechos de su vida personal. Todo para justificar que se trasladen o no sus restos. Y para colmo, como suele ocurrir en la Argentina, la discusión familiar devino en una disputa política.

Yo podría con total derecho tomar parte en ella, podría justificar mi participación por ser la nieta de Arturo Frondizi. Pero creo que hacerle honor a esa peculiar posición en la que me encuentro requiere que tenga cuidado, que me detenga, y que me pregunte cómo quiero participar. Requiere que evalúe el espacio que fue abierto con los restos de mi abuelo: por lo observado, no ha sido más que un espacio de discordia, que ignoró la oportunidad de volver a públicamente a la figura de Frondizi. Porque, en verdad, ¿de qué restos hablamos cuando hablamos de los restos de Frondizi? Me gustaría que no fuera de sus meros huesos, de aquello que sujeto a las fuerzas del tiempo no puede más que decaer. Porque, ¿no es en el fondo la apertura de este espacio una especie de resurrección? Esto me preguntaba hace unos meses durante las pascuas cristianas. ¿Para qué estamos reviviendo la figura de mi abuelo? ¿Debería consistir su “resurrección” en una mera pelea por quién se queda con sus huesos? ¿O no deberíamos, en cambio, pensar sus huesos (“ponerlos a la obra”, diría Heidegger) como la apertura de un espacio para la pregunta y la reflexión? 

Por aquellas semanas, y por pura casualidad, fueron también las mal llamadas pascuas judías, mejor llamadas el pésaj. Cuando el pueblo judío fue liberado de su esclavitud por los egipcios tuvo que atravesar el desierto para llegar a la tierra prometida. ¿Qué desierto estamos atravesando ahora? ¿No es la invocación de la figura de Frondizi una buena oportunidad para recordar el espíritu que dejó como marca, para abrir un espacio donde reflexionemos, entre otras cosas, sobre el centro medular de su pensamiento? ¿Qué forma debería tomar entonces la resurrección de Frondizi? 

Tenemos plena conciencia de que apenas somos instrumentos de una decisión colectiva, pero asumimos la plenitud de los deberes y responsabilidades que ello impone. Eso decía Frondizi al asumir su mandato. Sus valores, estas marcas disponibles, resultan elocuentes: el amor al trabajo, la honestidad, simpleza y fortaleza; sobre todo, la visión. Qué mejor resurrección que esa, cuánto más rico que pelear por cuál es la mejor tumba. Me resuenen las palabras de un querido amigo: que los muertos velen a los muertos. Yo agrego: y los vivos pongámonos a trabajar. 

Así como Sarlo dice de su juventud en su artículo «nos atribuimos edad para pensar», me pregunto yo qué esperamos para atribuirnos nosotros mismos ese derecho. «En vez de esperarlo todo de la Providencia», como decía Arturo, «decidirse a enfrentar el porvenir con ánimo resuelto y esperanzado corazón».

Me gustaría sin embargo volver a Heidegger, volver a enfatizar el hecho de que no somos meras cosas entre las cosas, sino que desde y a partir de nosotros se articulan los espacios en los que cohabitamos. Hagámonos responsables de estos espacios. De la oportunidad que representan. Reconfiguremos los que ya existen y no nos ayudan, miremos hacia adelante, hacia nuestra propia “tierra prometida”. Aprendamos de nuestros mejores pasados para hacer nuestro mejor futuro.

Esto, también, no deja de ser una provocación. Una invitación a ver con nuevos ojos aquello que forja nuestro propio obrar. Una invitación a co-habitar en la pregunta ese nuevo espacio que hemos creado. 

Cosa útil, vuelve a relanzar el proceso, que no se trata de colmar un vacío, sino de articularlo discursivamente como eco de la propia falta.