Prólogo – Pedagogía del encuentro: resonancia, cuerpo y política en la escuela de reingreso E.E.M. N.º 2 “Trabajadores Gráficos” -Barracas, Buenos Aires

Marina Seghetti, Octubre 2025





Comparto el prólogo que escribí para el libro de Lara Sanchez sobre la experiencia pedagógica de la Escuela de Reingreso "Trabajadores Gráficos" en Buenos Aires. Un intento de pensar, desde conceptos como resonancia, comunidad y corporalidad, cómo se construyen espacios educativos capaces de sostener a quienes el sistema expulsó. Una pedagogía del encuentro, tejida en la urgencia y desde los márgenes.


¿Qué es una escuela? Parece una pregunta simple, obvia. Pero no solo no es tan simple, sino que además su respuesta siempre comporta compromisos, presupuestos, que atañen a nuestra concepción misma del aprendizaje o, mejor dicho, de la formación, de qué es formar a alguien. Y la formación no es un mero concepto abstracto, un modelo fijo aplicable indistintamente, sino que es un proceso situado, atravesado indefectiblemente y en simultáneo por una cantidad de vectores sociales, económicos, físicos, corporales, psicológicos, políticos. Atender a esos vectores es confrontar la verdadera complejidad de la realidad de quienes son formados en la escuela: los estudiantes, los chicos.

En nuestra concepción de la respuesta se juega nuestra manera de actuar sobre esa realidad compleja. Y es que en la confrontación con ella se ve con claridad que la concepción “tradicional” de la escuela debe ser como mínimo interrogada. Pensar paradigmáticamente la escuela como un lugar de transmisión de saberes prefigura el universo discursivo acerca de ella de forma tal que, a la vez que se fija el saber como un bien sobre cuyo eje se articula la concepción entera de lo escolar, se ocultan otras posibilidades de articulación conceptual. Es decir, en uno y el mismo movimiento discursivo se eleva el saber a bien supremo y se ocultan otras maneras posibles de entender la función de la escuela. No es mi intención decir que el saber no es un bien; eso sería un absurdo. Mi intención es traer a la luz precisamente algunas de esas otras posibilidades de lo escolar que son ocultadas (tal vez incluso deslegitimadas) por la concepción tradicional de la escuela.

Roberto Esposito1 decía que una comunidad es aquello que nos une por lo que no tenemos: la falta, la herida, la necesidad del otro. Desde este punto de vista la escuela puede ser reinterpretada como un tipo de comunidad, una comunidad pedagógica, un espacio donde no solo se transmite saber, sino también donde se comparte lo que no se sabe, donde se hace posible —y por momentos habitable— la exposición mutua. En tiempos de aceleración, donde la lógica neoliberal y sus imperativos (¡más rápido!, ¡más eficiente!) nos exigen resultados, eficiencia y una performatividad que asfixia la identidad propia, reaparece con urgencia una pregunta: ¿cómo podemos construir comunidades pedagógicas ―escuelas― que, en vez de prestarse a la construcción de sujetos enmascarados, ofrezcan un espacio donde se cultive la identidad desde la exposición mutua de lo verdaderamente propio? Para Esposito la comunidad no es una esencia, sino una condición de vulnerabilidad compartida: el munus, un don/obligación que nos hace responsables los unos de los otros. La escuela, como comunidad, no debe encerrar; tiene que exponer, abrirnos al otro y a su falta. Frente a la idea productiva de la escuela como lugar de transmisión de saberes emerge una alternativa: la pedagogía del encuentro. En este sentido, una pedagogía del encuentro es también una pedagogía de lo impuro, donde el vínculo no se da en la pureza del saber transmitido, sino en la osadía de enseñar y aprender en común, en riesgo. 

La relevancia, el apremio, de estas ideas se vería puesta en cuestión, sin embargo, si no hubiera una realidad concreta en la cual pudieran plasmarse, un conjunto de experiencias reales que les dé vida. Este libro es precisamente un compendio de tales experiencias. Aquí se describe algo del trabajo pedagógico que se realiza en la Escuela de Educación Media N.º 2 DE 4 del barrio porteño de Barracas, en los márgenes de Buenos Aires. Bautizada “Trabajadores Gráficos” por la propia comunidad escolar, su nombre se le dio en referencia a la Cooperativa Gráfica Patricios, empresa recuperada por sus propios trabajadores, quienes cedieron el edificio de la cooperativa para el establecimiento de la escuela como respuesta a las deserciones masivas que fracturan nuestro tejido educativo. Esta no es una escuela cualquiera, se trata de una escuela de reingreso. Tiene, según su propia página web2, el objetivo de «ofrecer una oportunidad educativa a los adolescentes de entre 16 y 18 años que habían quedado marginados del sistema». Se ubica entonces desde el vamos en una periferia, en un margen. Se articula desde su misma concepción con realidades políticas y sociales que exceden cualquier concepción escolar tradicional. Porque responde a exigencias que van más allá de la mera transmisión de saber. ¿Qué es esa «oportunidad educativa» que ofrece a sus estudiantes? ¿De qué va ese «reingreso» que califica (y frecuentemente estigmatiza) a escuelas como la “Trabajadores Gráficos” y a sus estudiantes?

Este prólogo no pretende hablar por quienes hicieron posible la experiencia de la "Trabajadores Gráficos". Las voces que atraviesan este libro —docentes, estudiantes, directivos— narran desde su propia urgencia y saber situado. Mi intención aquí es otra: ofrecer un marco conceptual, un conjunto de categorías, que permitan leer esas voces en su radicalidad. Resonancia, comunidad, corporalidad, no son conceptos que el equipo de la escuela necesariamente usó para nombrarse, pero sí iluminan la potencia de lo que realizó. Este prólogo no explica lo que el equipo hizo, sino que resuena con ello. Lo que sigue, entonces, es una caja de herramientas para pensar lo que esta obra despliega.

El caso de la “Trabajadores Gráficos” es perfecto para ver el límite de las concepciones tradicionales de la escuela, para desarticular sus términos, o resignificarlos. Los estudiantes que reingresan traen historias cargadas, a veces más de lo imaginable. Esto cambia todo, nos fuerza a cambiar todo. El reingreso no es ni puede ser un “volver a empezar” como si nada hubiera pasado, sino un volver con lo que pasó, con esa experiencia (muchas veces traumática), para transformarla de una marca de fracaso en un recurso pedagógico. La pedagogía de la “Trabajadores Gráficos” no surgió de un diseño abstracto impersonalmente replicable, sino de una urgencia colectiva. Supervisores, directivos y profesores, ante el riesgo inminente de que miles de jóvenes (dieciséis mil en la Ciudad de Buenos Aires en ese momento) fueran expulsados del sistema, decidieron retenerlos redefiniendo en su propia práctica las reglas de la pedagogía tradicional. Las aulas, antes vaciadas por el “fracaso”, se llenaron ahora de preguntas, negociaciones y la incipiente certeza de que otra educación es posible si es tejida con los hilos rotos de lo excluido. La escuela no puede pretender trabajar con estudiantes desafectados, “puros”. La realidad termina donde comienzan esos conceptos. Y la realidad se inscribe siempre en el cuerpo. Debemos atender entonces al cuerpo en su relación con el aprendizaje.

El aprendizaje no ocurre en una mente que espera pasivamente ser llenada, sino en un cuerpo que actúa y se deja afectar por el mundo. Aprender es también tocar, sentir, medir con las manos. Cada gesto —como el de los estudiantes que cultivan una huerta o pintan un mural— encarna saberes múltiples: conocimiento, oficio, vínculo, identidad. El cuerpo, lejos de obstaculizar el aprendizaje, es su territorio más vivo y político; el lugar donde la experiencia se vuelve pensamiento y la escuela una forma de resonar con el mundo. Esta atención al cuerpo y a la experiencia nos abre, a su vez, a una dimensión más amplia: la del tiempo histórico y político en el que toda práctica pedagógica se inscribe. Porque educar, hoy, también implica resistir una forma de temporalidad que nos acelera y nos desconecta.

Esta dimensión política de la pedagogía no se puede abordar sin una mínima apreciación del contexto más general de nuestra existencia. ¿Qué caracteriza a nuestro presente, el de todos? Para el sociólogo alemán Hartmut Rosa la marca de nuestro tiempo es la aceleración3. Las sociedades modernas se aceleran incesantemente: innovan, aumentan la producción, acortan plazos, estimulan el consumo, multiplican conexiones. Y la contracara humana, personal, de este fenómeno es la alienación entendida como una experiencia existencial de desconexión. La persona alienada se siente desconectada de su entorno, del mundo, al cual percibe como indiferente, hostil o directamente inerte. Esto viene acompañado de una creencia en la propia incapacidad de influir sobre este mundo, de afectarlo con nuestros actos.

Frente a la alienación Rosa propone la resonancia como forma opuesta de habitar la realidad. Tomando el sentido físico de la palabra, según el cual una vibración de una frecuencia específica genera por simpatía otra vibración similar (como las cuerdas de un violín bien afinado), Rosa piensa la resonancia como una forma de ser en el mundo según la cual nos relacionamos de forma recíproca con él. Esta relación recíproca se da en la convergencia de tres órdenes: el corporal, el espiritual y el experiencial. Para Rosa el cuerpo es fundamental en nuestra relación con los demás y con la naturaleza. No se puede devaluar la importancia de lo que es perceptible en el cuerpo, propio y de los demás. Con esto convive nuestro universo espiritual. Nuestras creencias, aspiraciones, pasiones, el sentido que le damos a las cosas. Y todo lo anterior se da respecto de un mundo que debe mostrarse receptivo a nuestros intentos de relacionarnos con él. La resonancia entonces contempla toda dimensión de nuestra existencia. Cuerpo, espíritu y mundo. Con que uno de ellos se ausente ya es suficiente para producir alienación. Resonamos con los demás, nuestros amigos, nuestra familia, las comunidades de las que somos parte, pero también con nuestros valores, aquellas ideas fundamentales y transversales con las que nos identificamos y que nos trascienden, yendo más allá de nosotros en el tiempo y en el espacio. Resonamos por último con lo que hacemos, con nuestras prácticas y habilidades, aplicadas sobre un mundo que se muestra receptivo a nuestra acción. Todo esto es necesario para que haya resonancia, para que no haya alienación.

Hartmut Rosa vertebra este libro, pero no como autor que dicta desde la teoría, sino como compañía conceptual para leer lo que viene: fragmentos de entrevistas, relatos situados, voces que no buscan coherencia académica, sino decir una verdad desde la experiencia. En las páginas que siguen no encontrarán un modelo cerrado ni recetas replicables, sino una polifonía de saberes construidos en la urgencia, donde la reflexión aparece después —a veces mucho después— de la acción. Y es justamente desde esa reflexión a posteriori que la crítica de Rosa a la aceleración cobra toda su fuerza. La resonancia, en su doble dimensión afectiva y política, no solo urge espacios de encuentro, sino que exige narrar prácticas que desafíen el cronómetro institucional. Cuando en las entrevistas de este libro aparezcan gestos, decisiones o invenciones del equipo de la "Trabajadores Gráficos", el lector podrá reconocer que no están solos. Hay una constelación de prácticas situadas, en distintos territorios, que desafían el mismo mandato: el de la escuela como fábrica de rendimiento. Se verá entonces de qué manera se les dota a los estudiantes en formación de verdadera agencia4: proveyéndoles de un espacio no artificial5 donde sus ideas y acciones puedan moldear el verdadero devenir del mundo que habitan.

No debemos olvidar que la “Trabajadores Gráficos” es una escuela de reingreso. Su ejemplo nos muestra una posibilidad institucional que es extremadamente enriquecedora para estudiantes que están, muchas veces, alienados (en el sentido de Rosa). Qué mejor forma de “reingresarlos” que dándoles un entorno en el que puedan no solo adquirir conocimientos, sino también ser parte viva, real, de una comunidad, donde sus ideas puedan ser puestas en acciones concretas, donde el entorno responda a ellos a la vez que ellos a su entorno. A lo largo del libro se narrarán diversas experiencias ocurridas en el seno de esta comunidad pedagógica que muestran el poder de nuestra concepción de la formación escolar, sus éxitos, pero también sus desafíos. Pero, más importante todavía, nos darán un puntapié para imaginar. Si, como sostiene Rosa, la aceleración es el síntoma de una modernidad que ha perdido su capacidad de resonar, ¿cómo imaginamos escuelas que contrarresten el moderno vértigo de la producción y que cultiven otros tiempos? Tiempos donde la pertenencia no se reduzca a la mera inclusión, en un sistema predeterminado, de sujetos “deficitarios” (según los estándares de dicho sistema), y que en cambio brote de la reciprocidad entre cuerpos que enseñan, aprenden, luchan y resuenan. Tiempos que permitan decir, como lo hace un grafiti anónimo en una pared de la “Trabajadores Gráficos”, «hay pocos lugares como este para estar a salvo».

La experiencia analizada en este libro sugiere que es posible tejer esos tiempos cuando la pedagogía se ancla en prácticas situadas, no en recetas universales, y cuando la institución se atreve a ser andamiaje vivo, no muro. Pero surge una pregunta incómoda: ¿pueden estas “islas de resonancia” perdurar, ser más que refugios transitorios? O, desde otro punto de vista6, ¿podemos inculcar una ética que no responda al “mandato de la acción”, sino que se atreva a no hacer, a suspender el automatismo del deber ser educativo clásico? Tal vez cada acto pedagógico verdaderamente resonante sea también un gesto estético, una interrupción del dispositivo del rendimiento. Una poética del aula que no produce, sino que hace (o deja) aparecer7.

Tal vez no se trate de replicar experiencias. Tal vez no haya “modelo”. Tal vez lo que hay, más bien, son constelaciones frágiles de sentido, tramas de significado provisionales generadas colectivamente que permiten habitar el mundo, aunque sea momentáneamente, de otro modo. Redes tejidas en la urgencia, gestos que suspenden por un momento el vértigo, meditaciones en una emergencia. Porque una pedagogía del encuentro, volviendo al comienzo de este prólogo, no es un programa, ni una receta metodológica. Es una forma de estar con otros desde la exposición, desde la vulnerabilidad, desde la posibilidad —siempre inestable— de resonar. La escuela, en este sentido, es una forma de deuda: no financiera, sino ética. Una apuesta por sostener al otro sin garantías.

Y si, como sugiere Agamben, la potencia más radical no es la del hacer, sino la del no hacer, el suspender, el interrumpir… Entonces quizá cada acto pedagógico que interrumpe el mandato del rendimiento ya sea, en sí mismo, un acto político, una estética del vínculo, una forma de conocimiento encarnado, una comunidad que se hace, y se arriesga, en el acto de enseñar y aprender. ¿Pueden estas experiencias multiplicarse sin volverse fórmula? No lo sabemos. Pero quizá, como dice un estudiante, lo importante es que «se sientan como un abrazo después de tanto correr».

Allí donde la aceleración deshace los hilos, la pedagogía (cuando se atreve al riesgo) vuelve a trenzar, aun frágilmente, con los hilos rotos de lo excluido, lo que permite al sujeto sostenerse, reinventarse y pertenecer. No se trata de un modelo, sino de una pregunta en movimiento. ¿Es posible habitar la escuela como un espacio donde el tiempo no corre, sino que se teje?




A Lara, la autora de este libro, la conozco hace más de quince años. Nos hemos cruzado en el tiempo y nos hemos encontrado en distintas actividades. Hizo una capacitación interanual con nosotros8 y participó también de otra capacitación en el ámbito de un proyecto Erasmus que reunía a varios países.

Lo que me interesa subrayar es esto: Lara no llegó a la teoría antes que a la práctica. Llegó primero a la práctica, transitó con el equipo en la urgencia cotidiana de sostener cuerpos y vínculos, y sólo después —mucho después— encontró palabras y conceptos para pensar lo vivido. Este prólogo, entonces, no es un marco que explica su trabajo o el trabajo de todo el equipo. Es un eco, una resonancia (valga la palabra) de lo que ella y su comunidad escolar ya sabían con el cuerpo antes de saberlo con la teoría.

A la formación realizada en España trajo como caso de estudio esta misma escuela, la “Trabajadores Gráficos”, y recuerdo, en la producción personal de fin curso, un poema y una frase que sobresalían en negrita. Aquí va un fragmento del poema:


Me hace eco

                   …

Me re-conozco,

                          las re-conozco

                                                   y a partir de ahí re-conozco mi entorno

                          (...)   Lo acepto, lo re-descubro y lo re-creo.



Y luego la frase se leía: Lo más asombroso que me sucede con la formación aún no lo puedo poner en palabras.

En Lara, el asombro es poder pensar a posteriori las intervenciones del equipo de la escuela, realizadas por vía de la incógnita del hacer. Es el asombro de reconocer los efectos de una aventura colectiva solo después de haberla transitado. Este libro es testimonio de ese movimiento: un saber que no precede a la acción, sino que se construye al reflexionar sobre ella. Y que no deja de ser, todavía, un a posteriori abierto, donde algo del orden de lo nuevo pueda advenir.


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1 Esposito, R. (1998), Communitas: Origen y destino de la comunidad.
2 https://sites.google.com/view/eem2de4/inicio
3 Rosa, H. (2016), La resonancia: una sociología de la relación con el mundo.
4 Agencia se entiende aquí en el sentido de wise agency propuesto por el filósofo Peter Limberger: “taking the right action toward getting the right things done, despite complex (and clear, complicated, chaotic, or confused) constraints.” Véase https://www.peterlimberger.com/
5 Una comunidad, una institución.
6 Inspirado en ideas del filósofo italiano Giorgio Agamben.
7 Se trata, en definitiva, de ver cómo podemos escalar la micropolítica del aula a un movimiento pedagógico capaz de desafiar las estructuras que naturalizan el agotamiento como destino.

8 ParamitaLab es una organización independiente que trabaja en la intersección entre la capacitación, el arte social y la sensibilización para articular algo del orden de lo posible. Su objetivo es fomentar el desarrollo de sujetos críticos y respetuosos, con la libertad de pensar, elegir y crear.